jueves, 24 de febrero de 2011

Oceánico altar



“¡Otro!”, le dictó su memoria. “No quiero la noche sino cuando la aurora/ la hizo diluirse en oro y azul/ Lo que mi alma ignora/ eso es lo que quiero poseer…” Desde aquella tarde, se había jurado y perjurado que tanta dedicación, esfuerzo y abnegación de días, meses y años, transcurridos en el exilio del retiro, encadenarían sus actos simples de rutina: levantarse con la primera claridad, abrir los amplios ventanales, inspirar el aire fresco, desayunar junto a los jazmines del cielo que inundaban su balcón y la compañía de su gato blanco, blanquísimo. Bajar luego a comprar algunas frutas y verduras para regresar y concentrarse, por fin, en los moldes y telas de las pocas clientas que su estancia en la isla le venía reservando desde aquella tarde. Transcurrida la media mañana, con el sol en su máxima altura, almorzar y tomar un descanso para ahí, sí, sumergirse en un baño fresco, ajustarse uno de los tantos lienzos demorados que le habían quedado y bajar silenciosa las escaleras del edificio y encaramarse por la baja rambla del sur. Todos los días era la misma ceremonia.


Después de su andar sosegado, buscaba un parador. Con una mirada algo distraída pero expectante, ensayaba una búsqueda rapaz por el interior del bar. Le había ocurrido ya repetir ese rito, continuar su andar y regresar al tiempo. Pero esa tarde, mientras la caída del sol resplandecía sobre la costanera, su ansiedad la llevó a desplegar una espaciosa lona sobre la escalinata trasera del parador que miraba al mar. No hizo más que sentarse, quitarse su capelina e iniciar la clausura de su hábito. “Lo que mi alma ignora/ eso es lo que quiero poseer/”- clamó a media voz ante el altar oceánico- “¿Para qué?... Si lo supiese, no haría/ versos para decir que aún no lo sé/ Tengo el alma...”, y su recitado se interrumpió. Una voz la llamó desde el interior del parador. Con la distancia que mediaba, solo se dejaba ver la sombra de un cuerpo colosal y de aristocrática elegancia que ella de inmediato supo reconocer. “Tengo el alma pobre y fría/ Ah, ¿con qué limosna la calentaré?”… y sin meditarlo, se dijo que ya era hora de probarlo.

22 de junio de 2007

*Todos los versos que aparecen en este relato pertencen al poema "No quiero rosas, con tal que haya rosas..." de Fernando Pessoa.

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