Antonio Muñoz Molina
Lo mejor que tenía el ejército de aquellos años era el tamaño de los bolsillos del pantalón de faena. Las instalaciones eran mugrientas y decrépitas, los mandos con frecuencia brutales, la vida diaria un pantano de tedio o una máquina de angustias –la prisa, los gritos, el miedo al castigo–, la ginebra en los bares de soldados de infame garrafón: pero en los pantalones del uniforme de faena había unos extraordinarios bolsillos laterales, hondos, recios, a medio muslo, cerrados con velcro, que parecían exactamente diseñados para guardar libros. Libros de bolsillo, naturalmente, pero de cualquier calibre, no sólo los que se pueden llevar en el de una chaqueta o una gabardina, sino también volúmenes cuantiosos, novelas de las que cuentan vidas o épocas enteras. El tiempo, piadosamente, ha borrado ya casi todos los recuerdos de una experiencia militar que con el paso de los años se va volviendo más exótica, pero entre los pocos que me quedan está el de esos bolsillos en los que cabía todo, cualquier libro, como en el zurrón mágico de aquel Juan Soldado de los cuentos antiguos del que hizo una película inolvidable Fernando Fernán-Gómez. En un lado uno podía llevar un bocadillo del tamaño que se correspondía con sus hambres soldadescas. En el otro llevé unas veces La montaña mágica y otras un tomo de Proust en la edición de Alianza, y con mucha más frecuencia los poemas de Borges y un Quijote de Austral que fue conmigo, de bolsillo en bolsillo, no sé durante cuántos años, hasta que empezó a descuadernarse, y que sólo obtuvo una licencia absoluta para no moverse ya de un estante de la biblioteca cuando lo diminuto de su letra me hizo imposible la lectura. Maravillas de la tecnología: el único software que necesitaba para disfrutar de ese invento incomparable eran mis ojos y el bolsillo del pantalón cuartelario. Mi Quijote de Austral, con su austera sobrecubierta gris, iba conmigo a cualquier parte sin pesarme nada, y lo tenía siempre disponible, sin miedo a que una tramposa innovación calculada para favorecer las ventas volviera inaccesibles de un día para otro sus archivos. En los minutos valiosos de ocio entre el toque de diana y la llamada para el desayuno, tenía tiempo para leer unas páginas echado en la litera. Si me mandaban a una tarea en la que quedaba un tiempo muerto la espera se convertía en la ocasión jubilosa de volver a la aventura de los batanes o al tristísimo desafío final en la playa de Barcelona. El regalo de la soledad y la lectura era inmediato: un paréntesis inviolable se abría como un refugio en el momento de abrir de nuevo las páginas del libro. No tener casi dinero no importaba: el libro costaba muy poco. En cualquier equipaje cabía. En cualquier minuto o cuarto de hora o media hora y en cualquier lugar estaba conmigo.En 1935, los inventores de Penguin, la primera colección de libros de bolsillo en inglés, quisieron que sus ejemplares ocuparan el mismo espacio que un paquete de tabaco, y que pudieran encontrarse, como los cigarrillos, en cualquier parte, no sólo en las librerías, que hubieran amedrentado a muchos lectores: en los puestos de revistas, en los quioscos de las estaciones. Paquetes de tabaco y libros iban en los bolsillos de los uniformes de los bravos soldados que combatieron al fascismo en varios continentes sólo unos años despuésde que se fundara Penguin. Cuántas historias habrá que nunca sabremos de momomentos de lectura en el trance crucial entre la vida y la muerte, en el camastro de un buque de guerra que se acerca de noche a una playa de Normandía o del Pacífico, en el insomnio del miedo. Y cuántas veces, sin que nos paremos a pensarlo, hemos contado en ocasiones triviales o rutinarias o tensas de expectativa con ese apoyo que puede ser sólo una presencia física, algo que va oculto y que la mano reconoce y en lo que se afirma, el libro en el bolsillo, ligero y dispuesto a desplegar el mundo entre nuestras manos, delante de los ojos, en las amplitudes de la imaginación. A mediados de los años setenta, en las eternas asambleas de facultad en las que las palabras y las gesticulaciones flotaban con igual fantasmagoría entre el humo de doscientos cigarrillos, yo a veces me sentaba al final del aula y sacaba un poco subrepticiamente uno de los tomos de Proust que iba comprando poco a poco, uno por uno, no al ritmo de la lectura real sino de la impaciencia glotona por tenerlos todos juntos. Los bolsillos de aquellas trencas con las que nos uniformábamos voluntariamente un poco antes de que nos uniformara el ejército eran tan hondos como lo serían después los de los pantalones de faena. Mucho después pude costearme la edición de À la recherche du temps perdu de la Pléiade, pero mi descubrimiento de Proust es inseparable de las traducciones que había publicado Alianza, las de Pedro Salinas, Quiroga Pla y Consuelo Berges: las páginas prietas, las portadas de Daniel Gil con fotografías o dibujos de damas del siglo XIX, y sobre todo la sensación física de un don inagotable, de una promesa que siempre se cumplía y era mejor que su propia expectativa. Eran tiempos de lo que se llamaba entonces “sobacos ilustrados”, los cabecillas o gurús que llevaban muy visibles bajo el brazo los libros y las revistas que era adecuado leer, los que aun no leyéndolos imaginaban que la sabiduría contenida en ellos se les contagiaría por transmisión cutánea. El sobaco ilustrado era la antítesis del lector de literatura de bolsillo: en la lectura verdadera siempre hay algo de muy solitario, que excluye la exhibición y la impostura. Los sobacos ilustrados dictaminaban lo que había que leer y excomulgaban a cualquier sospechoso de herejía, o de desviación. Ideológicamente yo andaba tan confundido o tan intoxicado por las modas del momento como cualquiera, y en mis bolsillos o incluso debajo de mi axila también hubo sitio para el rancho verbal que nos alimentaba. Lo que me alivió la ortodoxia no fue una lucidez de la que carecía, sino la pura fuerza de la literatura, que en sí misma es el mejor antídoto contra cualquier dogma, al afirmar la riqueza, la ambigüedad, lo complicado y lo misterioso de la vida. En el bolsillo generoso del pantalón de mi uniforme militar bastaba el contacto de aquel Quijote de Austral para recordarme quién yo era, y cada momento de lectura tenía un encono de resistencia pasiva. iPods y iPhones ocupan más espacio en los bolsillos de ahora, y dentro de poco también lo ocuparán dispositivos de lectura electrónica. No es cuestión de elegir, de afiliarse ansiosamente a lo nuevo por miedo a parecer antiguo o de rebelarse quejumbrosamente contra la tecnología. El libro impreso en papel no llevaría durando tanto si no fuera una formidable invención tecnológica. Lo que da el libro de bolsillo es ese grado de soledad y soberanía y silencio sin el cual no es posible verse plenamente a uno mismo. Y quedarse gustosamente solo de verdad es ahora mucho más difícil que en un cuartel español de hace treinta años.
Lo mejor que tenía el ejército de aquellos años era el tamaño de los bolsillos del pantalón de faena. Las instalaciones eran mugrientas y decrépitas, los mandos con frecuencia brutales, la vida diaria un pantano de tedio o una máquina de angustias –la prisa, los gritos, el miedo al castigo–, la ginebra en los bares de soldados de infame garrafón: pero en los pantalones del uniforme de faena había unos extraordinarios bolsillos laterales, hondos, recios, a medio muslo, cerrados con velcro, que parecían exactamente diseñados para guardar libros. Libros de bolsillo, naturalmente, pero de cualquier calibre, no sólo los que se pueden llevar en el de una chaqueta o una gabardina, sino también volúmenes cuantiosos, novelas de las que cuentan vidas o épocas enteras. El tiempo, piadosamente, ha borrado ya casi todos los recuerdos de una experiencia militar que con el paso de los años se va volviendo más exótica, pero entre los pocos que me quedan está el de esos bolsillos en los que cabía todo, cualquier libro, como en el zurrón mágico de aquel Juan Soldado de los cuentos antiguos del que hizo una película inolvidable Fernando Fernán-Gómez. En un lado uno podía llevar un bocadillo del tamaño que se correspondía con sus hambres soldadescas. En el otro llevé unas veces La montaña mágica y otras un tomo de Proust en la edición de Alianza, y con mucha más frecuencia los poemas de Borges y un Quijote de Austral que fue conmigo, de bolsillo en bolsillo, no sé durante cuántos años, hasta que empezó a descuadernarse, y que sólo obtuvo una licencia absoluta para no moverse ya de un estante de la biblioteca cuando lo diminuto de su letra me hizo imposible la lectura. Maravillas de la tecnología: el único software que necesitaba para disfrutar de ese invento incomparable eran mis ojos y el bolsillo del pantalón cuartelario. Mi Quijote de Austral, con su austera sobrecubierta gris, iba conmigo a cualquier parte sin pesarme nada, y lo tenía siempre disponible, sin miedo a que una tramposa innovación calculada para favorecer las ventas volviera inaccesibles de un día para otro sus archivos. En los minutos valiosos de ocio entre el toque de diana y la llamada para el desayuno, tenía tiempo para leer unas páginas echado en la litera. Si me mandaban a una tarea en la que quedaba un tiempo muerto la espera se convertía en la ocasión jubilosa de volver a la aventura de los batanes o al tristísimo desafío final en la playa de Barcelona. El regalo de la soledad y la lectura era inmediato: un paréntesis inviolable se abría como un refugio en el momento de abrir de nuevo las páginas del libro. No tener casi dinero no importaba: el libro costaba muy poco. En cualquier equipaje cabía. En cualquier minuto o cuarto de hora o media hora y en cualquier lugar estaba conmigo.En 1935, los inventores de Penguin, la primera colección de libros de bolsillo en inglés, quisieron que sus ejemplares ocuparan el mismo espacio que un paquete de tabaco, y que pudieran encontrarse, como los cigarrillos, en cualquier parte, no sólo en las librerías, que hubieran amedrentado a muchos lectores: en los puestos de revistas, en los quioscos de las estaciones. Paquetes de tabaco y libros iban en los bolsillos de los uniformes de los bravos soldados que combatieron al fascismo en varios continentes sólo unos años despuésde que se fundara Penguin. Cuántas historias habrá que nunca sabremos de momomentos de lectura en el trance crucial entre la vida y la muerte, en el camastro de un buque de guerra que se acerca de noche a una playa de Normandía o del Pacífico, en el insomnio del miedo. Y cuántas veces, sin que nos paremos a pensarlo, hemos contado en ocasiones triviales o rutinarias o tensas de expectativa con ese apoyo que puede ser sólo una presencia física, algo que va oculto y que la mano reconoce y en lo que se afirma, el libro en el bolsillo, ligero y dispuesto a desplegar el mundo entre nuestras manos, delante de los ojos, en las amplitudes de la imaginación. A mediados de los años setenta, en las eternas asambleas de facultad en las que las palabras y las gesticulaciones flotaban con igual fantasmagoría entre el humo de doscientos cigarrillos, yo a veces me sentaba al final del aula y sacaba un poco subrepticiamente uno de los tomos de Proust que iba comprando poco a poco, uno por uno, no al ritmo de la lectura real sino de la impaciencia glotona por tenerlos todos juntos. Los bolsillos de aquellas trencas con las que nos uniformábamos voluntariamente un poco antes de que nos uniformara el ejército eran tan hondos como lo serían después los de los pantalones de faena. Mucho después pude costearme la edición de À la recherche du temps perdu de la Pléiade, pero mi descubrimiento de Proust es inseparable de las traducciones que había publicado Alianza, las de Pedro Salinas, Quiroga Pla y Consuelo Berges: las páginas prietas, las portadas de Daniel Gil con fotografías o dibujos de damas del siglo XIX, y sobre todo la sensación física de un don inagotable, de una promesa que siempre se cumplía y era mejor que su propia expectativa. Eran tiempos de lo que se llamaba entonces “sobacos ilustrados”, los cabecillas o gurús que llevaban muy visibles bajo el brazo los libros y las revistas que era adecuado leer, los que aun no leyéndolos imaginaban que la sabiduría contenida en ellos se les contagiaría por transmisión cutánea. El sobaco ilustrado era la antítesis del lector de literatura de bolsillo: en la lectura verdadera siempre hay algo de muy solitario, que excluye la exhibición y la impostura. Los sobacos ilustrados dictaminaban lo que había que leer y excomulgaban a cualquier sospechoso de herejía, o de desviación. Ideológicamente yo andaba tan confundido o tan intoxicado por las modas del momento como cualquiera, y en mis bolsillos o incluso debajo de mi axila también hubo sitio para el rancho verbal que nos alimentaba. Lo que me alivió la ortodoxia no fue una lucidez de la que carecía, sino la pura fuerza de la literatura, que en sí misma es el mejor antídoto contra cualquier dogma, al afirmar la riqueza, la ambigüedad, lo complicado y lo misterioso de la vida. En el bolsillo generoso del pantalón de mi uniforme militar bastaba el contacto de aquel Quijote de Austral para recordarme quién yo era, y cada momento de lectura tenía un encono de resistencia pasiva. iPods y iPhones ocupan más espacio en los bolsillos de ahora, y dentro de poco también lo ocuparán dispositivos de lectura electrónica. No es cuestión de elegir, de afiliarse ansiosamente a lo nuevo por miedo a parecer antiguo o de rebelarse quejumbrosamente contra la tecnología. El libro impreso en papel no llevaría durando tanto si no fuera una formidable invención tecnológica. Lo que da el libro de bolsillo es ese grado de soledad y soberanía y silencio sin el cual no es posible verse plenamente a uno mismo. Y quedarse gustosamente solo de verdad es ahora mucho más difícil que en un cuartel español de hace treinta años.
En Crítica Digital
de la Argentina
Sección Cultura
24-2-09
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