Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. “¿Dónde está la frontera?”, pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.
(...)
Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino —el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.
La realidad, tan a menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom, siente “las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal”. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida.
Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.
(...)
A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares —y con quien vive en ellos— es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero —por ignorancia, soberbia o acedia— no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. “Para regresar”, responde el segundo.
Fragmentos de El infinito viajar (Ed. Anagrama) de Claudio Magris.
Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. “¿Dónde está la frontera?”, pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.
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Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino —el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.
La realidad, tan a menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom, siente “las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal”. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida.
Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.
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A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares —y con quien vive en ellos— es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero —por ignorancia, soberbia o acedia— no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. “Para regresar”, responde el segundo.
Fragmentos de El infinito viajar (Ed. Anagrama) de Claudio Magris.
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