Por Rodolfo Rabanal *
Habría que escribir un tratado sobre la soledad y la novela.
Y habría que establecer si, en efecto, existe una relación factible y sobre todo funcional entre una cosa y otra. No me refiero tanto a la soledad en términos de aislamiento físico, fácilmente alcanzable, como a la soledad en términos de absoluta independencia de criterio ejercido libremente en el trabajo de producir una ficción cualquiera, en rigor mucho más difícil. Pero, mejor aún, podría igualmente hablarse de la soledad de la elección de escribir. Porque aunque el mundo me rodee en todo momento y donde sea, cuando pienso y escribo lo hago en soledad. Como si el mundo no estuviera donde está y también como si yo pensara contra el mundo pero en el mundo, irremediablemente. Se trata, por supuesto, de una paradoja o, dicho de otro modo, de una verdad que solamente alcanza a expresarse mediante la paradoja, tanto desde el punto de vista “filosófico” como desde el punto de vista retórico.
Puedo decirlo también de este modo. Empiezo a escribir una novela y me hundo en la soledad de la novela. En su exclusividad. En la malla exclusiva de su textura. En su idea que es un vértigo de soledad, o un plano de soledad, como la página en blanco cada mañana o cada tarde, o cada noche. Es decir, otra paradoja: la soledad vociferante de la página en blanco cada vez que se emprende la escritura. La soledad incitante, la que convoca y reúne las porciones de nuestra atención dispersa.
Luego está la soledad de escribir novelas. Esta actividad no solicitada, necesitada de un cuidadoso aislamiento, esta actividad vista por los otros como ociosa, como improductiva, innecesaria y no demasiado recomendable. En fin, la soledad de escribir novelas. Confieso que me gusta la frase no sólo por sus tonos y resonancias, sino por la promesa de sentido que parece guardar. O abrir, más bien abrir que guardar. Sí.
¿Es difícil hoy escribir novelas que no sean narraciones más bien convencionales, de pulcra escritura y entretenido argumento? Sí, es muy difícil, y seguramente siempre lo ha sido, pero hoy parece que es más difícil y, en consecuencia, también es difícil escribir sobre la novela como género que se renueva oscuramente hacia planos de significación estética cada vez menos “correctos” o, dicho con mayor justeza, más “poéticos”. Me pregunto de qué modo funcionaría hoy una novela como Bajo el volcán, por no hablar de la trilogía de Beckett Molly, Malone Muere y El Innombrable, textos que, ya en su tiempo –entre 1945 y 1950– enfrentaron penurias interminables de incomprensión y rechazo por parte de muchos editores europeos y norteamericanos.
Los estragos antirrupturistas (imposibilidad de toda vanguardia) producidos por el aplastante amoldamiento estético que parecen acarrear consigo las ideologías complacientes más o menos exitosas han abaratado la noción de diferencia, de búsqueda, de talento y originalidad en beneficio del libro o del autor más vendido o el más votado. Si el lector de hoy es ahora cliente y consumista antes que lector a secas, y está sometido a un mercado muy vasto que garantiza falsamente su libertad de elección, entonces Isabel Allende es tan novelista como Juan Carlos Onetti, ejemplo afortunado que hace unos años eligió Juan José Saer como una forma del escándalo “posmoderno”. Es la insensata aprobación de esa malsana analogía –políticamente correcta y extremadamente falsa– la que anima a los ingenuos y desconcierta a los despiertos. Juan Carlos Onetti fue y será siempre algo que no fue ni será nunca Isabel Allende, digamos.
Expuestas estas reservas –que no carecen de algún peso– tal vez se pueda escribir sobre la novela.
Habría que escribir asimismo un tratado sobre el fragmento como alternativa ficcional a la novela tal cual se la entiende de manera ordinaria y más o menos general.
Pero todo es riesgo, en definitiva. No hay comodidad extrema, no hay seguridad extrema y tal vez por eso se escriba. Tal vez no tengamos nada y por eso escribamos. El músico del silencio, John Cage, dice en alguna parte: “No bien comprendemos que no poseemos nada, empieza la poesía”. Es, por lo menos, una idea interesante.
Ahora quiero averiguar de dónde proviene (en mí) este fluctuante interés por algo tan poco normativo y tan poco asible como el fragmento.
Entiendo que el fragmento es más bien accidental que deliberado.
No parece frecuente, en el orden natural, que la voluntad produzca un fragmento de cualquier cosa, porque parece difícil o poco corriente que algo fragmentario sea fabricado con alguna finalidad utilitaria. De ninguna manera. Los propósitos, los intentos de producir un objeto determinado cualquiera, propenden a la completud aunque la completud no sea más que un deseo de equilibrios o una ilusión matemática.
Pero digamos entonces –para ser más claros– que la voluntad busca realizar cosas enteras; la voluntad anhela la forma, traza un círculo, tiende una línea, pone límites a la expansión temida, define una estructura y articula relaciones confinadas a un espacio posible, a un espacio perceptual.
Cabe decir que al fragmento se lo encuentra a veces sin buscarlo.
La definición de la Real Academia opta por priorizar los aspectos materiales, casi toscos del término, y dice: fragmento es parte o porción pequeña de algunas cosas quebradas o partidas. Trozo o resto. Parte conservada de un libro o escrito. Es a partir de esta última acepción que nos vamos acercando a nuestra presa, como cuando se habla de los fragmentos presocráticos. Los famosos fragmentos presocráticos, desde Tales de Mileto a Empédocles, o de Diógenes de Apolonia a Demócrito son el resultado de innumerables pérdidas, son lo que resta de un todo inhallable, son un accidente y, por lo tanto, un hecho indeliberado. Son, además, notablemente escasos y por eso notablemente valiosos, son, si se quiere, las riquezas inesperadas que nos propuso el azar.
Ahora bien, yo puedo producir un fragmento con toda la intención de hacerlo. Yo puedo producir un texto de naturaleza “fragmentaria” aplicando mi voluntad formativa y teniendo en cuenta, previamente, un cierto repudio crítico hacia la idea de obra total, o completa o acabada. Ya que (me digo) los modelos de la naturaleza son vivos procesos hacia una completud inalcanzable, por lo tanto no hay obra completa y cerrada por más completa y cerrada que parezca. Eso sería una ilusión provocada por la observación deficiente o la necia arrogancia, o ambas juntas y no otra cosa. En el prólogo a su poema “El cementerio marino”, Paul Valéry defiende lo inconcluso y al trabajo por el trabajo mismo al sugerir que una obra nunca es una cosa acabada sino, en todo caso, una cosa abandonada.
Podemos caer en el cómodo engaño de suponer la completud de la obra homérica pero sabemos que se trata de una impresión falsa, salvo que a partir de la obra homérica podemos derivar la fábula mitológica y toda la tragedia posterior y si se quiere gran parte de la poesía y de la narrativa y de la temática artística que vendría más tarde, sin olvidar –es fundamental– la obra platónica, construida sobre el rechazo de Homero, por lo menos en gran parte.
En este caso, es decir si pensamos de este modo, es como si la obra homérica hubiera estallado en miles y miles de fracciones llenando el mundo y el tiempo de “fragmentos” literarios, de fragmentos de sentido. Es la deflagración de las formas expandidas hacia diversos y nuevos géneros a lo largo y a lo ancho del mundo helénico primero y de todo Occidente después. Hasta cierto punto no sería desacertado decir que todavía nos alcanzan las esquirlas –inagotables– de esa explosión milenaria.
*Publicado en el Suplemento Radar/Libros del diario Página/12 (18/3/2012)
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