pronunciar tu definición, tu cometido, puesto que de
ti ignoro nombre y existencia. Así pues, yo te nombro
un dedo fónico te señala en el centro de la noche. No
rememoro tiempos en que no fuera de noche, de manera
que no he tenido jamás forma distinta para señalarte
que no fuera este distraído y atento juego de una
mano que no diviso. Esto, a ti que no puedes escuchar,
quisiera decirte: tengo que marcharme, al punto, en
esta noche que en todo instante está igualmente lejos
del alba y del ocaso; camino y hablo quedamente, rechina
bajo mis pasos la madera del pórtico, escucho el
fragor del bosque. Bajo la luminiscencia de nubes bajas,
de nieblas, intento escribir una carta que no irá a
parar a ti jamás. Sé que tú duermes en algún lugar de
la enorme casa; y escucho cómo la casa, gimiendo, rechinando,
continuamente crece, se acrecienta de pináculos,
brotan balcones, se disparan cúpulas, los aposentos
paren aposentos, pasillos, nuevos aposentos.
Tú, durmiente, eres conducida ignara de aposento en
aposento, y con un suspiro leve y profundo caes en lechos
cada vez más imposibles de localizar. A quien te
conduce, sin desfigurar la delicada piel de tus sueños,
le eres cara, te ama, si bien su forma sea estrafalaria e
inquietante; y a semejantes servidores tuyos dejaré yo
esta carta, arrojada al pórtico, confiando en que la divisen,
y te la entreguen. Oigo esos pasos suyos por los
inestables pavimentos de la casa que crece; y si bien jamás
haya llegado a verlos, jamás haya partido el pan
con ellos –tan respetuosos y discretos–, jamás haya jugado
a los dados en la noche, con ociosa y cómplice
paciencia, yo creo conocerlos, a esos peludos perros
de grandes botas, con manos ágiles de gatos, a las serviciales
serpientes; pero esto también sé yo, que ni siquiera
ellos saben a qué aposento has sido destinada,
y su cometido únicamente es el de vigilar tu reposo, el
de proteger tus sueños, amortiguar tu propio aliento
contra los visillos, y eso hacen yaciendo al azar en un
pasillo, recorriendo una galería, una balconada, fingiendo
haber oído llamadas, tu voz, en verdad sólo
para confirmar su mansa y obstinada obediencia; ya
que, aunque tú, en la amargura de un sueño repentinamente
intolerable, pretendieras llamarme, llamarlos,
llamar, nadie intentaría ni tan siquiera recorrer el
laberinto que te excluye y te defiende. No diversamente,
amor, te amo yo; sabiéndote «aquí», pero encerrada
en un «aquí» que a cada instante se alambica
y expande, y que, si no huyo, no tardará en volverse
tan grande como el mundo. Reconozco tu benévola
ironía en esta invención de un «aquí» que nos consiente
la convivencia menuda y la separación total..."
"Amore" de Giorgio Mnganelli, Editorial Siruela
(Milán, 15 de noviembre de 1922 - Roma, 28 de mayo de 1990)
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