O, nunca vi un milagro. Me cuentan, y a veces eso me basta como esperanza. Pero también me enoja: ¿por qué no a mí? ¿Por qué sólo me lo cuentan? Ya escuché charlas sobre milagros como ésta: “Me dijo que si pronunciaba determinada palabra un objeto querido se rompería”. Mis objetos se rompen banalmente y por culpa de las empleadas. Hasta que llegué a la conclusión de que soy de aquellas personas que pican piedras durante siglos, y no de aquéllas a las que los guijarros le llegan listos, pulidos y blancos. Tengo visiones fugitivas antes de dormir: ¿será un milagro? Pero ya me explicaron tranquilamente que eso tiene nombre: cidetismo, capacidad de proyectar en el campo de las alucinaciones las imágenes inconscientes.
Milagros, no. Sí, coincidencias. Vivo de coincidencias, vivo de líneas que inciden unas en otras y se cruzan y en el cruzamiento forman un leve e instantáneo punto, tan leve e instantáneo como hecho de pudor y secreto: apenas hablara de él, estaría hablando de nada.
Pero tengo un milagro, sí. El milagro de las hojas. Camino por la calle y del viento me cae una hoja exactamente en los cabellos.
La incidencia de la línea de millones de hojas transformada en una sola; y de millones de personas, la incidencia se reduce a mí. Eso me pasa tantas veces que modestamente me considero la elegida de las hojas. Con gesto furtivo saco la hoja de mis cabellos y la guardo en la cartera, como el más diminuto de los diamantes. Hasta que un día, abro la cartera y la encuentro entre los objetos. La hoja seca, arrugada, muerta. La tiro: no me interesan los fetiches muertos como recuerdo. También porque sé que nuevas hojas coincidirán conmigo.
Un dìa una hoja me golpeò las pestañas. Creo que Dios es muy delicado.
El Milagro de las hojas
de Clarice Lispector
en Crìtica de la Argentina
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