Tres fragmentos de "Algo que contarte" de Hanif Kureishi
1. Los secretos son mi moneda particular: trafico con ellos para vivir. Los secretos del deseo, de lo que la gente quiere de verdad, y de lo que más miedo le da. Los secretos de por qué el amor es difícil, el sexo complicado, la vida un dolor y la muerte tan cercana y no obstante aparcada bien lejos. ¿Por qué el placer y el castigo están estrechamente relacionados? ¿Cómo hablan nuestros cuerpos? ¿Por qué es tan difícil soportar el placer?
Una mujer acaba de salir de mi consulta. Dentro de veinte minutos llegará otra. Arreglo los cojines del diván analítico y me relajo en la butaca entre un silencio diferente, tomando un té, sopesando imágenes, frases y palabras de la conversación y también las vinculaciones y pausas entre ellas.
Como hago con frecuencia estos días, empiezo a pensar en el trabajo, los problemas a los que me enfrento, y cómo todo esto se convirtió en mi vocación, mi disfrute y mi sustento. Me resulta todavía más misterioso al pensar que mi trabajo empezó con un crimen –hoy es el aniversario, pero ¿cómo se señala una cosa así?– seguido de la marcha definitiva de Ajita, mi primer amor.
Soy psicoanalista. En otras palabras, lector de mentes y de símbolos. Algunas veces me llaman loquero, curandero, detective, abrepuertas, rebuscabasuras, o simplemente charlatán de feria o farsante. Trabajo como mecánico de coches, tumbado sobre la espalda, manejando las cosas de abajo, lo que hay bajo la historia, fantasías, deseos, mentiras, sueños, pesadillas..., el mundo debajo del mundo, las palabras verdaderas bajo las falsas. Me tomo en serio las cosas intangibles más extrañas; me meto en sitios donde el lenguaje no puede entrar, o donde se detiene –lo “indescriptible”– y además lo hago a primera hora de la mañana.
Llamando al dolor con otras palabras, escucho a personas que hablan de cómo el deseo y la culpa los incomodan y aterrorizan, de los misterios que perforan un agujero en el yo y deforman e incluso dejan el cuerpo impedido, las heridas de la experiencia reabiertas por el bien del alma al ser reconstruida.
En lo más profundo, la gente está más loca de lo que se quiere creer. Descubres que tienen miedo de ser comidos y que les alarma su deseo de devorar a otros. También imaginan, en el curso ordinario de las cosas, que van a explotar, implosionar, disolverse o ser invadidos. Su vida diaria está empapada de temores como que sus relaciones amorosas implican, entre otras cosas, un intercambio de heces y orinas. (...)
2. (...)Mustaq dijo que estaba deseando presentarme a “otro de los nuestros”. No supe muy bien qué quería decir, y resultó ser un indio regordete con traje de Prada y un montón de razones para sonreír. Era Omar Alí, un empresario de tintorerías y lavanderías automáticas muy conocido que en los noventa había vendido su floreciente negocio y se había metido en medios de comunicación.
Ahora, además de ser un incondicional de la industria antirracista, Omar Alí hacía televisión por, para y sobre las minorías. Los paquistaníes siempre habían estado considerados socialmente torpes, mal vestidos, absurdamente religiosos y reprimidos. Pero, siendo gay, Omar Alí era lo bastante espabilado como para saber lo enrollados que resultaban y lo de moda que se podían poner ciertas minorías –o cualquier forastero– que, con un estudio correcto del mercado, ascendían en la jerarquía social.
Tras la elección de Blair en 1997, Omar había pasado a ser Lord Alí of Lewisham, que era el rudo barrio de la ciudad del que procedía. Su padre, un periodista radical paquistaní muy crítico con los diversos acuerdos de Bhutto con los mulás –un hombre que resultó que había conocido a mi padre en la India cuando ambos estudiaban–, se dedicó a emborracharse hasta morir en un cuartucho lúgubre de allí. Y como es frecuente en las familias, fue su tío el que salvó a Omar en aquellos tiempos del thatcherismo dejándole llevar una de sus lavanderías automáticas y animándole a que, a pesar de la nefasta integridad de su padre, escapase del gueto a toda prisa para ganar dinero, que no tiene raza ni color.
Toda su vida, Omar se sintió atraído por los skinheads, amigos de la infancia que lo forraban a patadas , y esa afición le trajo menos complicaciones de lo que le hubiera traído en tiempo anteriores. Resultaba irónico pensar en la forma en que Omar encajaba con su tiempo. Su antirracismo, tan encomiable, lo convertía en el hombre ideal para cualquier comité. Y ahora, como millonario asiático y homosexual con intereses en un equipo de fútbol, era el material perfecto para ser un líder. A los musulmanes no les gustaba porque apoyaba la afición del gobierno a bombardear mahometanos, y la derecha y la izquierda lo aborrecían por algunas buenas razones que era incapaz de recordar. Pero estaba protegido por una barrera política circular. Nadie podía derribarlo, sólo él mismo.
Si lord Alí era engreído era porque llevaba tiempo a la cabeza del campeonato. Nunca tuvo el menor escrúpulo en combinar la astucia en las prácticas comerciales con el socialismo del Partido Laborista. Y ahora, por supuesto, muchos otros ex izquierdistas de izquierdas ponían la vista –o lo intentaban– en los negocios y la cultura empresarial thatcherista que tanto despreciaban. Se había vuelto aceptable querer más dinero del que te podrías gastar sensatamente, disfrutar con la codicia. Como se acercaba su jubilación, los ex izquierdistas veían que sólo les quedaban unos pocos años para hacerse con un dinero “decente”, como tantos de sus amigos, la mayoría en el cine, la televisión, y algunas veces, en el teatro.
–¿Sigues apoyando la guerra? –le preguntó Henry. Había estado bebiendo champán a toda prisa, como siempre hacía cuando asistía a esos actos. A la hora de irnos estaría preparado para soltar un monólogo–. Debes ser el único que queda.
–Naturalmente –dijo Omar, acostumbrado a aquello–. Deponer dictadores es bueno. ¿Me vas a negar eso? –me miró a mí–. Ya sé quién eres –me dijo–, aunque tus cosas me resultan difíciles de leer.
–Espléndido.
–Los dos somos de procedencia musulmana, así que ¿no estamos de acuerdo en que nuestras hermanas y hermanos tiene que adaptarse al mundo moderno para no seguir en la edad oscura? ¿No les hemos hecho un favor a los iraquíes? –vi que Henry se iba enfadando, y también lo notó Omar, que tenía bastante descaro, y parecía divertirle tanto el enfado de Henry que continuó–: Como musulmán homosexual creo que otros musulmanes han de tener la oportunidad que nosotros tenemos y disfrutar del liberalismo. No quiero ser hipócrita, pero...
Henry lo interrumpió.
–¿Y por eso empujaste a Blair a hostiar a todos los iraquíes inocentes que pudiera?
–Mira, esos iraquíes no tienen ciencia, ni literatura, ni instituciones decentes, y tienen un solo libro. ¿Te imaginas confiar únicamente en eso?... Hemos de darles todas esas cosas, aunque eso implique matar a muchos de ellos. Nada que merezca la pena se ha hecho nunca sin algunas muertes. Y tú lo sabes. Le dije a Tony que en cuanto hubiesen terminado en Bagdad podían empezar en algún otro de esos sitios. Como Bradford. –Omar hizo un además amanerado y añadió–: No sé por qué digo todo esto. Yo soy un moderado y siempre lo he sido.
Alan, que estaba de pie junto a él, dijo:
–Sólo políticamente.
–Lo único que siempre he querido es aliviar la situación de la clase obrera.
–Oh, sí, eso es lo que necesitamos todos, alguien que haya ascendido por el camino más duro.
–El problema de Blair es que se engaña a sí mismo –dijo Henry–. Y no le ayuda mucho estar siempre rodeado de gente como tú que sólo le dicen lo buen muchacho que es.
–Vosotros –replicó Omar–, los viejos comunistas izquierdosos, no podéis dar el brazo a torcer, ¿verdad? (...)
3. (...) Me senté delante de la tele entre paciente y paciente esperando noticias. La verdad fue surgiendo lentamente, lo supimos más avanzado el día. Cuatro bombas, escondidas en envases de plástico para alimentos y metidas en unas mochilas, habían hecho explosión en el centro de Londres accionadas por terroristas suicidas, tres en el metro y una en un autobús en Tavistock Square. El número de muertos y heridos aún no se había contabilizado.
En esa bonita plaza londinense, Ajita, Valentín y yo habíamos asistido a muchas disertaciones de filosofía. Bebíamos vino y comíamos sándwiches sobre la hierba, comentando la personalidad de los profesores. Allí había escrito Dickens su Casa desolada, y Virginia Woolf las Tres guineas; allí había estado Lenin y en el sótano del número 52 Hogath Press publicó las traducciones de Freud que hizo James Strachey. También hay una placa que conmemora a los objetores de conciencia de la Primera Guerra Mundial, así como otra de las víctimas de Hiroshima y una estatua de Gandhi. Mis pacientes se referían a esos sucesos como “nuestro 11 S”. Los hospitales empezaron a admitir las legiones de heridos al mismo tiempo que unos infiernos horripilantes ardían bajo la ciudad. Aquel día y su noche nos perseguían las imágenes televisivas de rostros heridos, tiznados y ensangrentados, inocentes destrozados sin culpa alguna conducidos por túneles reventados en tinieblas debajo de nuestras aceras y calzadas, mientras otros gritaban lamentos. ¿Dónde estaban? ¿Conocíamos a algunos
de ellos? (...)
Desde la década del 80, de la Dama de Hierro hasta los atentados de 2005
Muchas cosas cambiaron en Londres desde que Omar Alí consiguiese convertir su hermosa lavandería de Ropa limpia, negocios sucios en una casa de espectáculos. Los que peleaban contra el thatcherismo terminaron llevando a Blair al poder. Algunos, pragmatismo de por medio, juntaron negocios con Partido Laborista. Otros, cinismo de por medio, pregonaron el fin de toda ilusión. Pero unos y otros, más viejos, más cansados, se miran sin poder entender cómo fue que llegaron hasta ahí. En ese pasaje de treinta años, un observador, en su barrio del este londinense, no ha dejado de anotar cada gesto social, cada cambio por mínimo que parezca, cada costumbre que nace o que muere. Lo hace, Hanif Kureishi, el observador en cuestión, dotado de tres armas básicas: ojo clínico, intuición generosa y afecto inconmovible por esas criaturas que son sus vecinos, sus amigos, sus parientes. Las voces de la calle, esas que nutren al autor del guión de Ropa limpia, negocios sucios, o de las potentes novelas El buda de los suburbios, El álbum negro, vuelven a aparecer en Algo que contarte, que Anagrama pondrá en librerías la próxima semana. Es otro retrato coral en el que Londres se convierte por peso propio en un personaje más, como obliga el lugar común a decir en estos casos. Esta vez, la voz del protagonista es la de Jamal Khan, un psicoanalista obviamente hijo de madre inglesa y padre paquistaní. La increíble relación entre su hermana impresentable –cinco hijos de distintos padres, ningún objetivo en la vida, tatuajes en todo el cuerpo– y su mejor amigo, un cool director de teatro y cine, le da pie a Kureishi para hablar de las costumbres, la política, los problemas del multiculturalismo, la decepción y, finalmente, de esas bombas que estallan en Londres el 7 de julio del 2005. Una vez más, Kureishi une los acontecimientos personales con los sociales, todo eso que hace la historia del mundo con la historia de cada uno. Hubo un antes que desembocó en esas bombas. Un contexto que las parió. Y un montón de personas que las sufrieron.
En Critica de la Argentina
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