sábado, 30 de mayo de 2009
"Un encuentro" de Milan Kundera
Un día, al principio de los años setenta, durante la ocupación rusa de mi país, mi mujer y yo, los dos despedidos de nuestros trabajos, los dos con problemas de salud, fuimos a visitar en un hospital en las afueras de Praga a un gran médico, al que llamábamos el profesor Smahel, un viejo sabio judío, amigo de todos los disidentes. Nos encontramos allí con E., un periodista, también despedido de todas partes, también con problemas de salud, y los cuatro estuvimos conversando mucho tiempo, felices de la atmósfera de mutua simpatía.
A la vuelta, E. nos llevó de regreso en su coche y comenzó a hablar de Bohumil Hrabal, en aquel momento el escritor checo más importante; dotado de una fantasía sin límites, amante de experiencias plebeyas (sus novelas están pobladas de personajes muy ordinarios), era muy leído y muy querido (toda la oleada de la joven cinematografía checa lo adoraba como a su santo patrón). Era profundamente apolítico. Lo cual no era inocente en un régimen para el que "todo es política": su apoliticismo se burlaba de un mundo en el que arreciaban las ideologías. Por eso cayó durante mucho tiempo en una relativa desgracia (por ser, como era, inutilizable para cualquier compromiso oficial), pero gracias a ese apoliticismo (tampoco nunca se comprometió contra el régimen), durante la ocupación rusa lo dejaron en paz y pudo así, siempre en la cuerda floja, publicar algunos libros.
E. lo insultaba furioso: ¿cómo puede él aceptar publicar sus libros cuando sus colegas tienen prohibida la publicación de los suyos? ¿Cómo puede con ello respaldar al régimen? ¿Sin una sola palabra de protesta? Su comportamiento es detestable y Hrabal es un colaboracionista.
Reaccioné con la misma furia: ¡qué absurdo hablar de colaboracionismo si el espíritu de los libros de Hrabal, su humor, su imaginación están en el polo opuesto de la mentalidad que nos gobierna y que quiere asfixiarnos con camisas de fuerza! El mundo en el que se puede leer a Hrabal es totalmente distinto a aquel donde no se pudiera oír su voz. ¡Un único libro de Hrabal rinde un servicio mucho mayor a la gente, a su libertad de espíritu, que todos nosotros juntos con nuestros gestos y nuestras proclamas contestatarias! La discusión en el coche se convirtió rápidamente en una pelea llena de odio.
Cuando más tarde, extrañado por aquel odio (auténtico y perfectamente recíproco), volví a pensar en aquel episodio, me dije: la armonía en casa del médico fue pasajera debido a las circunstancias históricas particulares, que nos convertían en perseguidos; nuestro desacuerdo, por el contrario, era fundamental y ajeno a las circunstancias, era el desacuerdo entre aquellos para quienes la lucha política es superior a la vida concreta, al arte, al pensamiento, y aquellos para quienes el sentido de la política es estar al servicio de la vida concreta, del arte, del pensamiento. Tal vez las dos actitudes sean igualmente legítimas, pero son irreconciliables.
En otoño de 1968, cuando pude viajar dos semanas a París, tuve la suerte de hablar largamente en dos o tres ocasiones con Aragon en su apartamento de la Rue de Varennes. No, no le dije nada destacable, en cambio escuché. Como nunca he llevado un diario, mis recuerdos son vagos; de aquellos comentarios, recuerdo sólo dos asuntos recurrentes: me habló mucho de André Breton, quien al final de su vida se habría acercado a él; y me habló del arte de la novela. Incluso antes de escribir su prólogo a La broma (escrito un mes antes de nuestros encuentros), había elogiado la novela como tal: "La novela es indispensable al hombre, como el pan"; durante mis visitas me incitaba a defender siempre "ese arte" (ese arte "desprestigiado", como escribió en su prólogo; rescaté más tarde esta fórmula para el título de un capítulo en El arte de la novela ).
Conservé de nuestros encuentros la impresión de que la razón más profunda de su ruptura con los surrealistas no era política (su obediencia al Partido Comunista), sino estética (su fidelidad a la novela, el arte "desprestigiado" por los surrealistas) y me pareció haber entrevisto el doble drama de su vida: su pasión por el arte de la novela (tal vez el terreno principal de su genio) y su amistad por Breton (hoy en día, ya lo sé: en la era de los balances, la llaga más dolorosa es la que dejan las amistades rotas; y nada más idiota que sacrificar una amistad por la política. Me enorgullezco de no haberlo hecho nunca. Admiré a Mitterrand por la fidelidad que supo conservar hacia sus viejos amigos. Y por esta fidelidad fue violentamente atacado hacia el final de su vida. Esta fidelidad fue de hecho su nobleza).
Unos siete años después de mi encuentro con Aragon, conocí a Aimé Césaire, cuya poesía había descubierto poco después de la guerra, en la traducción checa de una revista de vanguardia (la misma que me había dado a conocer a Milosz). Fue en París, en el taller del pintor cubano Wilfredo Lam; Aimé Césaire, joven, vivaracho, encantador, me abrumó a preguntas. La primera: "Kundera, ¿conoció usted a Nezval?". "Por supuesto, y usted, ¿cómo lo conoció?" No, no lo había conocido, pero Breton le había hablado mucho de él. Según mis ideas preconcebidas, Breton, con su reputación de hombre intransigente, sólo podría haber hablado mal de Vitezslav Nezval, quien, unos años antes, se había separado del grupo de los surrealistas checos y había optado por obedecer (algo así como Aragon) la voz del partido. No obstante, Césaire me repitió que Breton, en 1940, durante su estancia en Martinica, le había hablado con aprecio de Nezval. Esto me conmovió. En particular porque Nezval, a su vez, lo recuerdo bien, hablaba siempre con aprecio de Breton.
Lo que más me llamó la atención en los grandes procesos de Stalin es la fría aprobación con la que los hombres de Estado comunistas aceptaban la condena a muerte de sus amigos. Porque eran todos amigos, me refiero a que se habían conocido íntimamente, habían vivido juntos momentos duros, emigración, persecución, larga lucha política. ¿Cómo pudieron sacrificar su amistad, y de esa manera tan macabramente definitiva?
Pero ¿era realmente amistad? Hay un tipo de relación humana para la que, en checo, se emplea la palabra sudruzstvi ( sudruh : camarada), o sea "la amistad entre camaradas", la simpatía que une a aquellos que comparten la misma lucha política. Cuando desaparece la entrega a la causa común, también desaparece la razón de la simpatía. Pero la amistad que está sometida a un interés superior a la amistad no tiene nada que ver con la amistad.
En nuestros tiempos aprendimos a someter la amistad a lo que suele llamarse las convicciones. Y lo hacíamos con el orgullo de actuar con rectitud moral. Es necesaria una gran madurez para comprender que la opinión que defendemos no es más que nuestra hipótesis favorita, a la fuerza imperfecta, probablemente pasajera, que sólo los muy cortos de entendederas pueden tomar por una certeza o una verdad. Contrariamente a la pueril fidelidad a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última.
Miro la foto de René Char al lado de Heidegger. El primero, célebre resistente contra la ocupación alemana. El segundo, denigrado por las simpatías que, en determinado momento de su vida, sintió por el nazismo naciente. La foto está fechada en los años de posguerra. Se les ve de espaldas; una gorra en la cabeza, una grande, la otra pequeña, paseando en plena naturaleza. Me encanta esta foto.
Milan Kundera, Une rencontre (2009)
Traducción del francés: Beatriz de Moura, 2009
Publicado en ADN Cultura, diario LA NACION, 30 de mayo de 2009.
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