Un día, el crítico de cine David Gilmour notó que la abulia, las malas notas y el desconcierto amenazaban con desmoronar la vida educativa de su hijo. Entonces le propuso abandonar el colegio a cambio de sentarse a ver con él tres películas por semana. Cineclub (Mondadori) recoge de manera emocionante los meses de esa experiencia de cambiar pizarrón por pantalla para devolverle a su hijo el sentido de la vida.
ESA REVOLUCION LLAMADA BRANDO
Marlon y las mujeres
Por David Gilmour
Le puse Un tranvía llamado Deseo (1951). Le conté que, en 1948, un joven actor relativamente desconocido, Marlon Brando, hizo dedo desde Nueva York hasta la casa de Tennessee Williams en Provincetown, Massachusetts, con el fin de presentarse a la prueba para la producción de Broadway, y que encontró al célebre dramaturgo en un estado de terrible ansiedad. No había luz y los servicios estaban embozados. No había agua. Brando reparó la avería eléctrica colocando monedas detrás de los fusibles y luego se puso en cuatro patas y arregló las cañerías; una vez hecho eso, se secó las manos y entró en la sala de estar para leer las frases de Stanley Kowalski. Leyó durante unos treinta segundos, según se cuenta, antes de que Tennessee, que estaba medio borracho, le hiciera callar y dijera: “Está bien”, y lo mandara de vuelta a Nueva York con el papel.
¿Y su actuación? Hubo actores que dejaron la interpretación cuando vieron a Brando realizando Un tranvía... en Broadway en 1949. (Del mismo modo que a Virginia Woolf le entraron ganas de abandonar la escritura cuando leyó a Proust por primera vez.) Pero el estudio no quería que Brando participara de la película. Era demasiado joven. Hablaba entre dientes. Pero anteriormente su profesora de interpretación, Stella Adler, había hecho la fatídica predicción de que aquel “extraño mocoso” se convertiría en el mejor actor de su generación, lo que resultó ser cierto.
Años más tarde, los estudiantes que asistieron a talleres de interpretación con Brando recordaban sus costumbres poco ortodoxas, su capacidad para recitar un monólogo de Shakespeare boca abajo y hacerlo más auténtico y conmovedor que ningún otro actor.
–Un tranvía llamado Deseo –expliqué– fue la obra en la que dejaron que el genio saliera de la botella; literalmente, cambió todo el estilo de interpretación en Estados Unidos.
“Se notaba –dijo años más tarde Karl Malden, que interpretaba a Mitch en la producción original de Broadway–. El público quería a Brando; venían a ver a Brando; y cuando él no estaba en el escenario, se notaba que estaban esperando a que volviera.”
Me di cuenta de que estaba hablando en exceso de la película, de modo que me obligué a callarme.
–Está bien –dije a Jesse–, hoy vas a ver algo importante. Abróchate el cinturón.
A veces sonaba el teléfono; temía esos momentos. Si se trataba de Rebecca Ng, el ambiente se hacía pedazos como si un gamberro hubiera lanzado una piedra por la ventana. Una tarde –era un día caluroso de finales de agosto–, Jesse desapareció para atender una llamada en mitad de Una Eva y dos Adanes (1959); estuvo fuera veinte minutos y cuando volvió estaba distraído y triste. Volví a poner la película, pero era perfectamente consciente de que él no estaba en la realidad. Había fijado los ojos en la pantalla de televisión como una especie de ancla para que sus agitados pensamientos sobre Rebecca pudieran discurrir libremente.
Apagué de golpe el DVD.
–¿Sabes, Jesse? Estas películas se hicieron con mucho amor y dedicación. Estaban pensadas para ser vistas de un tirón, de tal forma que una escena desembocara en otra. Así que voy a dictar una norma. De ahora en adelante, nada de llamadas de teléfono durante la película. Es irrespetuoso y desagradable.
–Ok –dijo él.
–Ni siquiera miraremos el número cuando aparezca, ¿está bien?
–Ok, está bien.
Volvió a sonar el teléfono. (Incluso en el secundario, Rebecca parecía percibir cuándo la atención de Jesse estaba en otra parte.)
–Más vale que atiendas. Por lo menos esta vez.
–Estoy con mi padre –susurró–. Ya te llamaré.
Un zumbido parecido al de un pequeño avispón atrapado dentro del auricular.
–Estoy con mi padre –repitió.
Colgó el teléfono.
–¿Qué pasa?
–Nada.
Entonces, lanzando un suspiro de irritación, como si hubiera estado conteniendo el aliento, dijo:
–Rebecca siempre elige los momentos más raros para hablar de las cosas. Por un momento, me pareció ver que sus ojos se llenaban de lágrimas.
–¿Qué cosas?
–Nuestra relación.
Volvimos a la película, pero yo notaba que él no estaba allí. Estaba viendo otra película: las cosas terribles que Rebecca iba a hacer porque la había cabreado por teléfono. Apagué la televisión. El me miró sorprendido, como si hubiera hecho algo malo.
–Una vez tuve una novia –dije–. Sólo hablábamos de nuestra relación. Es lo que hacíamos en lugar de tener una. Se vuelve muy aburrido. Llámala. Acláralo.
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