Mi madre me enseñó, sin darse cuenta, que hay felicidades secretas. Lo aprendí en una serie de clases prácticas que me daba, inocente, cada Nochebuena. Lo único que tenía que hacer era sentarme y mirar cómo ordenaba la casa cuando todos se habían ido. La abnegación con que atendía a la familia tenía su contracara. Y esa bondad excesiva que me irritaba recibía, después de todo, su compensación.
Con los años, fui entendiendo que su empeño en que no la ayudaran a levantar la mesa –dejen, en serio, lo hago volando– no era otro signo de lo buena que era. Lo que quería era, en realidad, que se fueran rápido.
Tenía sus razones. Un rato antes, había pagado su impuesto a la familia. Había respondido las preguntas incómodas. Había oído, simulando sorpresa, cómo la misma de siempre contaba –con su enojo triunfal– que Santa Claus era un invento de la Coca Cola (en mi familia pasaban esas cosas). Además, se hacía la tonta y no comentaba nada sobre el fenómeno de los regalos seriales (tuvimos el año de las colecciones musicales y el de los jabones, el de los libros y el de los baños de espuma, porque el inconsciente familiar también sale de compras para las fiestas). Había corrido a la cocina para tranquilizar a la obsesiva que pedía una bolsita para guardar todo. Había mirado para otro lado cuando mi tío cleptómano manoteaba un cenicero. No se había ofendido cuando preguntaron de qué panadería era la torta casera. Y los había acompañado hasta abajo aunque le dijeran que no hacía falta. Siempre tan amable, comentaban. Pero yo me daba cuenta de que así se aseguraba de que se fueran. Las palmaditas que les daba en la espalda al despedirse eran medio fuertes pero todos sonreían por la anestesia de los brindis.
Había que ver el buen humor con que levantaba la mesa. Se servía una copa y brindaba en silencio. Probaba la comida que no había tenido tiempo de probar. Una vez se animó con el pan dulce, que siempre criticaba. Otra vez se sentó, apoyó los pies sobre la mesa y fumó con los ojos entornados. Se lo tomaba con calma. Tenía todo el tiempo del mundo. Podía ser sociable y solitaria a la vez. Si sonaba el teléfono, atendía, decía Feliz Navidad en voz baja y hablaba en clave –con alguien que evidentemente la hacía sentir bien–. Levantaba los restos de papel como si nada. Negaba suave con la cabeza al hacer un bollo con el mantel manchado de vino. Ponía música. Eso era bailar. Cantaba con el disco.
Afuera detonaban petardos residuales. Algún borracho gritaba, contento, cosas que no tenían nada que ver con la Nochebuena pero qué tenía de malo; lo importante era otra cosa. Cada uno sabe qué festeja. Mi madre estaba feliz de una manera que sólo yo podía ver. Alzaba la copa para brindar con su idea del futuro. Así aprendí que a veces la fiesta empieza cuando termina la fiesta. Y cuando todos se fueron levanto mi copa hacia el pasado, le digo gracias, la entiendo y la saludo.
Esther Cross
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