Ojalá siempre fuera el mes de octubre.
Siempre he dicho que si tuviera que hacer un regalo que fuera una palabra ésta tendría que ser la palabra ojalá. Ojalá octubre. La felicidad. Qué es, quién la siente, cómo se conserva. De dónde viene, pero ojalá se repita. Un mes perfecto, una vida que no se rompa por las puntas, como los carteles. Ojalá. Nadie la tiene. Nadie la ha tenido. La felicidad. Mi padre me empadronó en octubre; fue en septiembre cuando nací, el 27, sobre las seis de la tarde, pero él tenía algo que hacer, fue olvidándose de ese detalle administrativo, y me dejó vivir hasta el 7 de octubre sin cumplir con la obligación de matricularme en la vida, un nacimiento pospuesto por él, nací cuando él quiso. Ahora está en el carnet de identidad: nacido el 7 de octubre de 1948. Nacido en dos fechas. Quién soy: el del 27 de septiembre, el del 7 de octubre, de quién estoy más cerca. Libra, en todo caso. Armónico, equilibrado. Por los cojones. Le dije a Mikel Urmeneta, unos días antes de leer la frase de Capote, en una playa de Ibiza, que ése podría ser mi lema para vivir: la palabra ojalá. Venía de mil viajes, había visitado a mil personas, en mil lugares, y había escuchado mil conversaciones diferentes, y en muchas oí mil veces la palabra felicidad o su contraria; en medio de ese vendaval, la palabra ojalá, como un amuleto. Y también escuché, o vi, a personajes como Truman Capote. Se lo dije también. Él me miró: «Están por todas partes». Ojalá es una buena palabra para vivir, le dije a Mikel (...).
Le dije que todo acaba, que nada persiste, pero que la palabra ojalá te permite guardar la sospecha de que eso no es cierto; al contrario, te inclina a pensar que vas a vivir siempre, y que vas a ser feliz. Ojalá. Esa palabra deja tantos campos abiertos. Una palabra sevillana, me dijeron, o andaluza; se toma con vino blanco, o con manzanilla y ajos. Ojalá. Le dije a Mikel: «Mi padre la decía. Bueno, la sentía. Él creía que siempre iba a haber una posibilidad, un resquicio, por algún lado entrará la felicidad, o la vida. Yo lo creo también». Él repitió: «Ojalá». Y me dijo: «Pero es también una incertidumbre. Ojalá también representa una incertidumbre». Sin embargo hay un momento en la vida, le dije a Mikel, en que ya se sabe que todo se acaba, que ya no se dice ojalá, acaba la incertidumbre y empieza la melancolía, su rabia, la melancolía es una rabia; se acabaron el tiempo, el entusiasmo; se interrumpió la edad, ya eres viejo.
Ya nunca más podrás decir la palabra ojalá.
Hay un instante en que eso ocurre, y ya no hay ni octubre ni nunca. Estás acabado. Te imaginas sobre la camilla de un hospital, respirando trabajosamente. No hay nada más. Ni aire. Y la muerte.
Mikel seguía hablando. En algún instante sentí esa felicidad que debió de sentir Truman Capote, y que buscó mi padre. No lo dije, de esas cosas no se habla mientras ocurren, pero hubo un instante de trance, de felicidad espectacular, como si se hubieran detenido la edad y el tiempo, y voláramos, como en los sueños felices de antaño. No siempre es así, decía, la felicidad no te encuentra de pronto en medio de un gentío y se conserva hasta el final. La felicidad no es la armonía, como una música, le dije a Mikel. Y él me dijo: «La vida nos va volviendo hoscos, sospechamos que el encuentro va a ser desabrido, nos sentimos amenazados por las coincidencias, no las queremos, casi nada de lo que está por venir es bienvenido; queremos parar el tiempo no para mantener la felicidad que lo compone, sino para impedirla». Los otros son el infierno, se acercan, queman con su azufre mentolado, van perfumados, son tristes, no los queremos ver, defendemos nuestra fortaleza,queremos estar solos.Vivimos como si fuera lunes.Como si fuera lunes siempre; lunes sin descanso, caras de lunes, caras hoscas, remilgadas, seres suficientes que te miran llegar y ya dicen «no», bocas mezquinas que van cerrándose a medida que tú expresas un sueño, el hombre cercado por sí mismo, por su antipatía y por su arrogancia. Una boca que alberga la lengua de los camaleones. Aléjate, yo valgo más, vete a tomar por el culo. Así que, añadió Mikel, después todo será humo. Ni la camiseta quedará; la guardarán en un baúl y tú serás unas gafas de montura negra que se olvidan sobre el armario de la casa. Una esquela, nada, ya lo verás. «Lo verás, y lo veremos», le dije. Era distinto, de todos modos; en aquel momento yo era espectador de una felicidad creciente, rara, y me metí en ella; parecían haberse detenido el tiempo, la edad, nadie decía que eso estaba ocurriendo, pero se veía como se ven los cristales, nítidos, exactos. Un instante, cierta plenitud. Estabas vivo, no había mejor adjetivo, ningún espejo te estaba devolviendo otra realidad que la de tu sueño; al lado del mar no hay espejos sino futuro, ahí es donde crece esa expresión que buscas, ojalá; un niño jugando con un aro cree que todo es para siempre. Allí están las palabras, lo vigilan pero también lo estimulan, le ven jugar, el niño es feliz, no sabe. Sólo hay horizonte, y tiempo...
de Juan Cruz Ruiz
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