Cuando callamos, nos tornamos desagradables, dijo Edgar. Cuando hablamos, nos tornamos ridículos.
Llevábamos demasiado rato en el suelo, delante de las fotos. Se me habían dormido las piernas de estar sentada.
Con las palabras en la boca aplastamos tantas cosa como con los pies sobre la hierba. Pero también con el silencio.
Edgar guardó silencio.
Aún no puedo imaginarme una tumba. Sólo un cinturón, una ventana, una nuez y una soga. Cada muerte es para mí como un saco.
Si te oyen decir eso, dijo Edgar, te tomarían por loca.
Y cuando pienso en ello, tengo la sensación de que cada muerto deja tras de sí un saco repleto de palabras. Siempre me acuden a la mente el barbero y la tijera de manicura, porque los muertos ya no los necesitan. Y también se me ocurre que los muertos ya nunca más perderán un botón.
Tal vez intuyen cosas distintas a nosotros, dijo Edgar, quizás intuyen que el dictador es un error.
Poseían la prueba, pues también nosotros éramos un error para nosotros mismos. Porque en este país nos veíamos obligados a andar, comer, dormir y amar con miedo hasta que volvíamos a necesitar al peluquero y la tijera de la manicura.
Alguien que sólo por el hecho de andar, comer, dormir y amar hace cementerios, dijo Edgar, es un error aún mayor que nosotros. Es un error para todos, un error dominante.
La hierba despunta sobre la cabeza. Cuando hablamos queda segada. Pero también cuando callamos. Y entonces, la segunda y la tercera hierba crecen a su antojo. Y pese a todo, somos afortunados.
Herta Müller
Premio Nobel de Literatura
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