sábado, 28 de febrero de 2009

Poesía

Tenemos memoria, tenemos amigos,
Tenemos los trenes, la risa, los bares,
Tenemos la duda y la fe, sumo y sigo,
Tenemos moteles, garitos, altares.

Tenemos urgencias, amores que matan,
Tenemos silencio, tabaco, razones,
Tenemos venecia, tenemos manhattan,
Tenemos cenizas de revoluciones.

Tenemos zapatos, orgullo, presente,
Tenemos costumbres, pudores, jadeos,
Tenemos la boca, tenemos los dientes,
Saliva, cinismo, locura, deseo.

Tenemos el sexo y el rock y la droga,
Los pies en el barrio, y el grito en el cielo,
Tenemos quintero, león y quiroga,
Y un bisnes pendiente con pedro botero.

Más de cien palabras, más de cien motivos
Para no cortarse de un tajo las venas,
Más de cien pupilas donde vernos vivos,
Más de cien mentiras que valen la pena.

Tenemos un as escondido en la manga,
Tenemos nostalgia, piedad, insolencia,
Monjas de fellini, curas de berlanga,
Veneno, resaca, perfume, violencia.

Tenemos un techo con libros y besos,
Tenemos el morbo, los celos, la sangre,
Tenemos la niebla metida en los huesos,
Tenemos el lujo de no tener hambre.

Tenemos talones de aquiles sin fondos,
Ropa de domingo, ninguna bandera,
Nubes de verano, guerras de macondo,
Setas en noviembre, fiebre de primavera.

Glorietas, revistas, zaguanes, pistolas,
Que importa, lo siento, hastasiempre, te quiero,
Hinchas del atleti, gángsters de coppola,
Verónica y cuarto de curro romero.

Tenemos el mal de la melancolía,
La sed y la rabia, el ruido y las nueces,
Tenemos el agua y, dos veces al día,
El santo milagro del pan y los peces.

Tenemos lolitas, tenemos donjuanes;
Lennon y mccartney, gardel y lepera;
Tenemos horóscopos, biblias, coranes,
Ramblas en la luna, vírgenes de cera.

Tenemos naufragios soñados en playas
De islotes son nombre ni ley ni rutina,
Tenemos heridas, tenemos medallas,
Laureles de gloria, coronas de espinas.

Tenemos caprichos, muñecas hinchables,
Ángeles caídos, barquitos de vela,
Pobre exquisitos, ricos miserables,
Ratoncitos pérez, dolores de muelas.

Tenemos proyectos que se marchitaron,
Crímenes perfectos que no cometimos,
Retratos de novias que nos olvidaron,
Y un alma en oferta que nunca vendimos.

Tenemos poetas, colgados, canallas,
Quijotes y sanchos, babel y sodoma,
Abuelos que siempre ganaban batallas,
Caminos que nunca llevaban a roma.



Joaquín Sabina

Pennac y Castillo

. 11 .

La intimidad perdida…
Volver a pensar en ello en este principio de insomnio: ese ritual de la lectura cada noche, al pie de la cama, cuando era pequeño –hora fija y gestos inmutables- tenía algo de oración. Ese armisticio repentino después del alboroto del día, esos reencuentros a salvo de cualquier contingencia, ese momento de silencio cosechado antes de las primeras palabras del relato, nuestra voz por fin semejante a sí misma, la liturgia de los episodios…Sí, el cuento leído cada noche llenaba la más bella función de la oración, la más desinteresada, la menos especulativa y que no concierne sino a los hombres: el perdón de las ofensas. No se confesaba allí ninguna falta, no se buscaba adjudicarse una porción de eternidad; era un momento de comunión entre nosotros, la absolución del texto, un regreso al único paraíso que vale la pena; la intimidad. Sin saberlo descubríamos una de las funciones esenciales del cuento, y en forma más amplia del arte en general: imponer una tregua al combate entre los hombres.
El amor ganaba una piel nueva.
Era gratuito.

Daniel Pennac
En Como una novela




La historia subterránea

Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo lo esencial no hay obra de ficción.

Abelardo Castillo
En Ser Escritor



TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA [1]
Para todos aquellos que estuvieron comunicándose vía mail,
estoy en condiciones de confirmarles que el taller:

INICIA: SÁBADO 4 DE ABRIL DEL 2009
HORARIO: DE 15 A 17HS
LUGAR: A CONFIRMAREN BARRIO DE FLORES
A MTS. DE Av. RIVADVIA
COSTO MENSUAL: $90

Los espero en gelsomina.noemi@gmail.com o en dafnen2@hotmail.com

[1]Es muy posible que se forme otro grupo de talleristas, además del grupo de los sábados.


martes, 24 de febrero de 2009

INICIO DEL TALLER

TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA [1]
Para todos aquellos que estuvieron comunicándose vía mail,
estoy en condiciones de confirmarles que el taller:

INICIA: SÁBADO 4 DE ABRIL DEL 2009
HORARIO: DE 15 A 17HS
LUGAR: A CONFIRMAREN BARRIO DE FLORES
A MTS. DE Av. RIVADVIA
COSTO MENSUAL: $90



[1]Es muy posible que se forme otro grupo de talleristas, además del grupo de los sábados.

CÓMO SUMARTE

A continuación, les dejo un formulario a modo de inscripción.

A partir de la información que ustedes me envíen en él, estableceré día, horario y lugar de encuentro. Luego de completarlo, por favor, reenvíenlo a gelsomina.noemi@gmail.com

Formulario de Pre-Inscripción

Apellido y Nombre:

Edad:

Dirección de Mail:

Ocupación:

Contame un poco de vos y de tu relación con la literatura

Para el encuentro presencial
1-Indiquen un día de lunes a sábado en el que puedan asistir:

Lunes – Martes – Miércoles – Jueves – Viernes - Sábado


2-Indiquen otro día (alternativo) de lunes a sábado en el que puedan asistir:

Lunes – Martes – Miércoles – Jueves – Viernes - Sábado


3-Indiquen un horario posible en el que puedan asistir (Les recuerdo que los encuentros presenciales duran dos horas aprox.):

a- 10:30hs a 12:30hsb-

15:00hs a 17:00hs

c- Sugieran otro horario alternativo en el que puedan asistir


4- Lugar de encuentro: (por favor, selecciona uno. El otro será el ‘alternativo’)

Barrio de Flores – Barrio de Caballito


5-Costo mensual del Taller: $ 90


Observación: El taller no tiene una duración establecida. La idea es que cada uno venga mientras le sirva, mes a mes. No hay pago de matrículas, ni obligaciones, ni diplomas de fin de año. Lo recomendable es sumarse por lo menos por un par de meses, para acomodarse, tomar ritmo, escribir, reescribir asimilando los comentarios, etc., asistir al menos 2 meses, escribir varios textos, trabajar en la reescritura, y así evaluar.Cualquier comentario o consulta escriban al mail.

Mundos en el bolsillo

Antonio Muñoz Molina


Lo mejor que tenía el ejército de aquellos años era el tamaño de los bolsillos del pantalón de faena. Las instalaciones eran mugrientas y decrépitas, los mandos con frecuencia brutales, la vida diaria un pantano de tedio o una máquina de angustias –la prisa, los gritos, el miedo al castigo–, la ginebra en los bares de soldados de infame garrafón: pero en los pantalones del uniforme de faena había unos extraordinarios bolsillos laterales, hondos, recios, a medio muslo, cerrados con velcro, que parecían exactamente diseñados para guardar libros. Libros de bolsillo, naturalmente, pero de cualquier calibre, no sólo los que se pueden llevar en el de una chaqueta o una gabardina, sino también volúmenes cuantiosos, novelas de las que cuentan vidas o épocas enteras. El tiempo, piadosamente, ha borrado ya casi todos los recuerdos de una experiencia militar que con el paso de los años se va volviendo más exótica, pero entre los pocos que me quedan está el de esos bolsillos en los que cabía todo, cualquier libro, como en el zurrón mágico de aquel Juan Soldado de los cuentos antiguos del que hizo una película inolvidable Fernando Fernán-Gómez. En un lado uno podía llevar un bocadillo del tamaño que se correspondía con sus hambres soldadescas. En el otro llevé unas veces La montaña mágica y otras un tomo de Proust en la edición de Alianza, y con mucha más frecuencia los poemas de Borges y un Quijote de Austral que fue conmigo, de bolsillo en bolsillo, no sé durante cuántos años, hasta que empezó a descuadernarse, y que sólo obtuvo una licencia absoluta para no moverse ya de un estante de la biblioteca cuando lo diminuto de su letra me hizo imposible la lectura. Maravillas de la tecnología: el único software que necesitaba para disfrutar de ese invento incomparable eran mis ojos y el bolsillo del pantalón cuartelario. Mi Quijote de Austral, con su austera sobrecubierta gris, iba conmigo a cualquier parte sin pesarme nada, y lo tenía siempre disponible, sin miedo a que una tramposa innovación calculada para favorecer las ventas volviera inaccesibles de un día para otro sus archivos. En los minutos valiosos de ocio entre el toque de diana y la llamada para el desayuno, tenía tiempo para leer unas páginas echado en la litera. Si me mandaban a una tarea en la que quedaba un tiempo muerto la espera se convertía en la ocasión jubilosa de volver a la aventura de los batanes o al tristísimo desafío final en la playa de Barcelona. El regalo de la soledad y la lectura era inmediato: un paréntesis inviolable se abría como un refugio en el momento de abrir de nuevo las páginas del libro. No tener casi dinero no importaba: el libro costaba muy poco. En cualquier equipaje cabía. En cualquier minuto o cuarto de hora o media hora y en cualquier lugar estaba conmigo.En 1935, los inventores de Penguin, la primera colección de libros de bolsillo en inglés, quisieron que sus ejemplares ocuparan el mismo espacio que un paquete de tabaco, y que pudieran encontrarse, como los cigarrillos, en cualquier parte, no sólo en las librerías, que hubieran amedrentado a muchos lectores: en los puestos de revistas, en los quioscos de las estaciones. Paquetes de tabaco y libros iban en los bolsillos de los uniformes de los bravos soldados que combatieron al fascismo en varios continentes sólo unos años despuésde que se fundara Penguin. Cuántas historias habrá que nunca sabremos de momomentos de lectura en el trance crucial entre la vida y la muerte, en el camastro de un buque de guerra que se acerca de noche a una playa de Normandía o del Pacífico, en el insomnio del miedo. Y cuántas veces, sin que nos paremos a pensarlo, hemos contado en ocasiones triviales o rutinarias o tensas de expectativa con ese apoyo que puede ser sólo una presencia física, algo que va oculto y que la mano reconoce y en lo que se afirma, el libro en el bolsillo, ligero y dispuesto a desplegar el mundo entre nuestras manos, delante de los ojos, en las amplitudes de la imaginación. A mediados de los años setenta, en las eternas asambleas de facultad en las que las palabras y las gesticulaciones flotaban con igual fantasmagoría entre el humo de doscientos cigarrillos, yo a veces me sentaba al final del aula y sacaba un poco subrepticiamente uno de los tomos de Proust que iba comprando poco a poco, uno por uno, no al ritmo de la lectura real sino de la impaciencia glotona por tenerlos todos juntos. Los bolsillos de aquellas trencas con las que nos uniformábamos voluntariamente un poco antes de que nos uniformara el ejército eran tan hondos como lo serían después los de los pantalones de faena. Mucho después pude costearme la edición de À la recherche du temps perdu de la Pléiade, pero mi descubrimiento de Proust es inseparable de las traducciones que había publicado Alianza, las de Pedro Salinas, Quiroga Pla y Consuelo Berges: las páginas prietas, las portadas de Daniel Gil con fotografías o dibujos de damas del siglo XIX, y sobre todo la sensación física de un don inagotable, de una promesa que siempre se cumplía y era mejor que su propia expectativa. Eran tiempos de lo que se llamaba entonces “sobacos ilustrados”, los cabecillas o gurús que llevaban muy visibles bajo el brazo los libros y las revistas que era adecuado leer, los que aun no leyéndolos imaginaban que la sabiduría contenida en ellos se les contagiaría por transmisión cutánea. El sobaco ilustrado era la antítesis del lector de literatura de bolsillo: en la lectura verdadera siempre hay algo de muy solitario, que excluye la exhibición y la impostura. Los sobacos ilustrados dictaminaban lo que había que leer y excomulgaban a cualquier sospechoso de herejía, o de desviación. Ideológicamente yo andaba tan confundido o tan intoxicado por las modas del momento como cualquiera, y en mis bolsillos o incluso debajo de mi axila también hubo sitio para el rancho verbal que nos alimentaba. Lo que me alivió la ortodoxia no fue una lucidez de la que carecía, sino la pura fuerza de la literatura, que en sí misma es el mejor antídoto contra cualquier dogma, al afirmar la riqueza, la ambigüedad, lo complicado y lo misterioso de la vida. En el bolsillo generoso del pantalón de mi uniforme militar bastaba el contacto de aquel Quijote de Austral para recordarme quién yo era, y cada momento de lectura tenía un encono de resistencia pasiva. iPods y iPhones ocupan más espacio en los bolsillos de ahora, y dentro de poco también lo ocuparán dispositivos de lectura electrónica. No es cuestión de elegir, de afiliarse ansiosamente a lo nuevo por miedo a parecer antiguo o de rebelarse quejumbrosamente contra la tecnología. El libro impreso en papel no llevaría durando tanto si no fuera una formidable invención tecnológica. Lo que da el libro de bolsillo es ese grado de soledad y soberanía y silencio sin el cual no es posible verse plenamente a uno mismo. Y quedarse gustosamente solo de verdad es ahora mucho más difícil que en un cuartel español de hace treinta años.
En Crítica Digital
de la Argentina
Sección Cultura
24-2-09

sábado, 21 de febrero de 2009

Juan José Saer para todos

En el extranjero


La nada no ocupa mi pensamieno sino mi vida, me decía, hace unos días, en una carta Pichón Garay. Durante las horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis noches se llenan de sueños carnales. Ha de ser porque la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo incierto.Asi me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino recuerdos. Los recuerdos nos son a menudo exteriores: una película en colores de la que somos la pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los rastros, en cambio, que vienen desde mas lejos, son el signo que nos acompaña, que nos deforma y que moldea nuestra cara, como el puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que ensanchan su país natal. Otra de sus cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que no vienen siempre desde muy lejos. El extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando de decirte que el extranjero --es decir, la vida para mi hace siete años-- es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco mas lejos cada vez. Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, insasiable, el extranjero, y se instala en la casa natal.


Juan José Saer
Escritor argentino
Nacido en Serodino, Santa Fe,
el 28 de junio de 1937
y partió el 11 de junio de 2005

viernes, 20 de febrero de 2009

Pensando la literatura por Sergio Chejfec

“Palabras, pensamientos que son palabras; no otra cosa es lo que nos imaginamos, y sin embargo no hay nada más real que eso”

Lenta Biografía
De Sergio Chejfec

“Hay una industria montada alrededor de hacer hablar aquello que no habla. Durante cierta época pensé que para eso estaba la literatura, los libros en general o, más aún, las palabras escritas de cualquier modo: la palabra escrita se enfrenta a lo existente porque busca fijarlo”

Mis dos mundos
De Sergio Chejfec
Escritor argentino,
nacido en Buenos Aires
en 1956

miércoles, 18 de febrero de 2009

Taller de Lectura y Escritura

“La liebre dorada” es un espacio alternativo para la lectura y la escritura en la modalidad de
TALLER.¿Qué es un Taller de Lectura y Escritura? Un lugar de experimentación. ¿Por qué
leemos?, ¿por qué escribimos?, ¿qué nos impulsa a leer y a escribir?, ¿qué es lo que nos permite
decir de un texto que es literario?, ¿qué procedimiento exploró el autor para lograr tal o cual
efecto?, ¿cómo pensamos la lectura y la escritura?, son algunos de los interrogantes que podemos
ir destejiendo en el quehacer literario.La experiencia de leer y escribir es intransferible. Ambas
despliegan un sin fin de sentidos. No se imponen, se ofrecen. Quizá, “no para que todos sean
artistas, sino para que nadie sea esclavo”, al decir de Gianni Rodari.

“Al acceder al lenguaje escrito se simboliza la realidad”

El taller consistirá de dos momentos.El tiempo de la lectura, que se inicia como un juego, como un

lanzarse a. Sin mucho que pensar. Y con mucho de permiso. A sentir, a dejarse llevar, a quedarse

suspendido, a rechazar, a volver a empezar. Todo esto, y más, estallará con la lectura.El tiempo

de la escritura consiste en hallar “la propia voz narrativa”. “Esa voz que nos nombra” se

enfrentará, consigna tras consigna, con la concepción romántica de la escritura asociada a la

inspiración y a la producción de textos a partir del dictado de una voz “del más allá” o de “la

musa inspiradora”. Nada de esto es real. Iniciarse en la escritura es iniciarse en el oficio

artesanal. Pensar al texto como un artificio. Hay “una voz interior” que nos nombra y nos

expresa -que no es propiedad exclusiva de “los tocados por la barita mágica”- y, para dar con

ella, hay que ir en su búsqueda una y otra vez. Esto presume otro momento dentro del proceso

de escribir, la corrección. En ese movimiento constante donde vamos hallando “la propia voz de

la escritura”, a la vez, vamos reconociendo y estableciendo en qué consiste “la propia cocina de la

escritura”.Daré comienzo al Taller en el mes de Abril. Los encuentros serán cuatro por mes. Dos

presenciales y dos virtuales. En cuanto al lugar, el día, el horario y el costo mensual, los estaré

publicando en el blog. Si estás interesada/o, escribí al mail gelsomina.noemi@gmail.com y te

estaré enviando más información. Los espero…

¿Por qué “La liebre dorada”?

“La liebre dorada” es el título de un cuento de la escritora argentina, Silvina Ocampo. Está
incluido en su libro “La Furia”. Vuelvo siempre a este libro. Casi todos mis comienzos de clases, o
sea, cada nuevo inicio de año lectivo, leo a mis alumnos un cuento de Silvina. He descubierto en
estos años de experiencia lectora que, así como yo la primera vez, mediante sus historias
entramos en un remanso, a veces. Otras, nos dejamos llevar por la malicia, lo irracional y
malévolo que pueden llegar a ser algunas de las historias y sus personajes, sobre todo los niños y
las niñas. Y otras muchas, nos creemos el cuento y después del punto final, nos quedamos en
silencio. También sucede otro efecto en el momento de la lectura: el entrenamiento lector me
permite, cada vez que vuelvo a ella, descubrir en su obra nuevos mecanismos de escritura. Y,
nuevamente, me deja “extrañada”. Por eso los invito a leer “La liebre dorada” y luego me
cuentan.



La liebre dorada

En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las
láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje,
créeme, lo que la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que aterra las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el campo.De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente.–¿Adónde vamos? –gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.–Al fin de tu vida –gritaban los perros con voces de perros.Éste no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos.Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de la carrera.La liebre les gritaba:–No corran tanto, no corran así. Estamos paseando.Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento.Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los perros. Éstos volvieron en sí.–¿Quién nos puso agua fría en la frente? –preguntó el perro más grande–, y ¿por qué no nos dio de beber?–¿Quién nos acarició con los bigotes? –dijo el perro más pequeño–. Creí que eran las moscas.–¿Quién nos lamió la oreja? –interrogó el perro más flaco, temblando.–¿Quién nos salvó la vida? –exclamó la liebre, mirando a todos lados.–Hay algo distinto –dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.–Parece que fuéramos más numerosos.–Será porque tenemos olor a liebre –dijo el perro pila rascándose la oreja–. No es la primera vez.La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.–¿Quién será ese que nos mira? –preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.–Ninguno de nosotros –dijo el perro pila, bostezando.–Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo –suspiró el danés atigrado.De pronto se oyeron voces que llamaban:–Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.

(Y este otro cuento, que quizás muchos recuerden, va de "yapa")


El lecho

Se amaban, pero los celos retrospectivos o futuros, la envidia recíproca, la desconfianza mutua, los carcomía. A veces, en un lecho, olvidaban estos desventurados sentimientos y gracias a él sobrevivían. A una de esas veces, la última, me referiré.El lecho era mullido y amplio y tenía una colcha rosada. El centro de la cabecera, de hierro, representaba un paisaje con árboles y barcos. El sol del poniente iluminaba una nube que parecía una llama. Cuando se abrazaban, el que tenía la suerte de estar colocado boca abajo, besando la otra boca, contemplaba aquella nube, atraído por el fulgor insólito que la iluminaba, a través de los caireles de una araña con tulipas rojas y verdes.Se demoraron en el lecho más que de costumbre. Los ruidos de la calle crecieron y murieron con la luz. Se hubiera dicho que el lecho navegaba sobre un mar sin tiempo, sin espacio al encuentro de la dicha o de algo que la remedaba equívocamente. Pero hay amantes temerarios. La ropa, que se habían quitado, estaba cerca, al alcance de la mano. Las mangas vacías de una camisa colgaban del lecho, y de un bolsillo había caído un papel celeste. Alguien recogió el papel. No sé lo que contenía ese papel celeste, pero sé que produjo disturbios, investigaciones, odios irreprimibles, disputas, reconciliaciones, nuevas disputas.El alba se asomaba a las ventanas.–Hay olor a quemado. Anoche soñé con un incendio –dijo ella, en un momento de horror, frente al enojo de él, para distraerlo.–Invenciones de tu olfato –dijo él.–Estamos en el noveno piso –agregó ella, tratando de parecer asustada–. Tengo miedo.–No cambies de conversación.–No cambio de conversación. El fuego hace ruido de agua, ¿no oyes?–Invenciones de tu oído.El cuarto estaba intensamente iluminado y caliente. Era una hoguera.–Si nos abrazáramos, nos quemaríamos tan sólo la espalda.–Nos quemaremos enteros –dijo él, mirando el fuego con ojos enfurecidos.