sábado, 10 de julio de 2010

El rastro en los huesos

Por Leila Guerriero *


Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan
ráfagas de conversación:
—El hermano de ella está desaparecido.
—No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por qué no volvemos a mirar la
información?
—Ese Citroën rojo... alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Ines Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a
través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos.
Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de
identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para
eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas
hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre
una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo
como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron
secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez,
fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al
equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente,
vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las
víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no
resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia —la mala noticia— es que es el
cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de...?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.

***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube.
El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y
allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El
sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas
con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar —dice
Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las
costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi,
tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que —bermudas, sandalias—
saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse
con sandalias, que va a perder un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un
trapo gris —la ropa— Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una
mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, 23 años,
estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra
con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte
inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que
dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos,
redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y
bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una
lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.

* El 6 de julio de 2010, la crónica El rastro en los huesos le valió a L. Guerriero,  el Premio  Nuevo Periodismo en la categoría texto. Cuentan entre sus obras: "Frutos extraños" (Aguilae, 2009), 

"Casada por la fuerza: Una mujer nacida en occidente sometida a la tradición musulmana" (Martínez Roca, 2005) y "Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico " (Tusquets, 2005)



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