viernes, 13 de mayo de 2011

Mañanas de Floresta a Isidro Casanova

Había que tener siempre a mano -en la cartera o en la mochila- un libro o el viejo "walkman". De lo contrario, bastaba una buena idea -que fuera la tesis a confirmar o no, durante el viaje- mientras uno colgaba sus ojos en la ventanilla del colectivo  96.

En esos viajes interminables aprendí a tener conciencia del tiempo. De su transcurrir, de su dilatamiento, de sus vueltas y revueltas, de sus desvíos y de su llegada a término. Y de su dejarme a pie, a veces.

Desde Floresta a Isidro Casanova había mucho para leer, para escuchar y para conversar. Fueron lecturas completas las de "Rayuela" de J. Cortazar,  "La Traición de Rita Hayworth" de M. Puig,  "Lo Imborrable" de J.J. Saer, "Amalia" de J. Mármol o, entre tantas, la de "Facundo" de D.F. Sarmiento y "Operación Masacre" de R. Walsh, que me acompañaron en esas mañanas idealistas y exclusivas para mí.

Cuando la música se sentaba en el asiento de al lado,  se avenían S. Rodriguez, E. Aute, P. Milanés, Serrat, Violeta Parra, Mercedes Sosa, las bandas sonoras de las películas de K. Kieslowski  o de "La lección de piano" de  Jane Campion, los tres tenores,  o todo Paco Ibañez, recuperado de unos discos de pasta que vinieron desde Quilmes, después de permanecer años bajo tierra.

Cuatro o cinco cosas aprendí del vivir, de la docencia y del pueblo. De los que esperan, de los que se embarran cada mañana hasta el cuello, de los que enfrentan la exclusión, de los que padecieron -como Jesús en el madero- la década infame de los '90.

Todas esas enseñanazas que llevo grabadas, se me agolparon esta mañana en la garganta. Todas fueron un nudo.   

Por cuestiones del azar, una canción me devolvió a aquella escuela de tres aulas, en el final final del Hospital, donde algunas mañanas al caminar su pasillo comprendí que Dios no atendía detrás de esa puerta amarilla de la que colgaba el cartelito "Laboratorio. Atención de 8 a 12hs", mientras algunos hombres dormían apoltronados en los bancos, niños lloraban de fiebre, hambre o un dolor inimaginable y madres amamantaban o improvisaban cambios de pañales por donde podían y las dejaban.

Y sin embargo, la utopía renacía cada mañana en ese mismo viaje, en esas mismas avenidas, en esa misma ruta tres y en esta canción.


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